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Greta Van Fleet en Madrid: un universo paralelo donde el rock no ha muerto

Crónicas

Greta Van Fleet llegaron a Madrid no ya de otro tiempo, sino seguramente de un universo paralelo donde el rock no está muerto. Un metaverso de esos. Como en la peli de ‘Good bye Lenin’, donde sus hijos hacen creer a una madre en la República Democrática Alemana que el comunismo sigue a todo trapo, con estos cuatro muchachos es fácil imaginar (es lo suyo, de hecho) durante dos horas que ahí fuera, en el mundo real de mierda, el rock sigue vivito y coleando. Porque puede que no esté muerto, vale, puede que esté solo de parranda, pero pletórico tampoco está. El rock está hospitalizado y febril, seguramente. Al menos, para entendernos, comercialmente (y claro que hay bandas jóvenes estupendas, pero no tan canónicas y a este nivel de popularidad global salvo Maneskin).

Y es que, una vez superados ciertos debates sobre si son copiones de más, si merecen ser herederos de Led Zeppelin y tanto bla bla bla, lo que queda es lo que hay en vivo. Y Greta Van Fleet en Madrid, en el WiZink Center, fueron una banda de rock mayúsculo para goce y disfrute de 10.000 asistentes de lo más variopinto. Por un lado, los de más edad, con la ceja levantada y achinando los ojos (pero cabeceando). Por otro, los más jovenzuelos que no ven en los de Michigan la reencarnación de nada, sino una joven y corpulenta banda de guitarras a la que asirse ya que que a día de hoy eso es prácticamente, y mira que jode decirlo, contracultura.

Guitarra en alto

No en vano, el concierto terminó con los cuatro músicos alineados y en alto detrás de la batería, con el guitarrista Jake Kiszka (27 años) alzando con una mano su Gibson SG a modo de ceremoniosa adoración. Dos horas y veinte minutos había comenzado igual, con el grupo en la misma posición. En el mismo lugar, como si acabaran de abrir una puerta temporal y acabaran de llegar desde donde fuera que aterrizaran. Puede ser 1974 como puede ser 2044, quien sabe. Porque, de hecho, yo tengo la teoría de que más que del pasado, estos vienen del futuro con un único mensaje en el que creer desde el presente con ahínco: no desesperéis, el rock sobrevive porque siempre espera al final del camino.

Una introducción orquestal de sus propios temas caldea, tira abajo el gran telón y ‘The falling sky’ es la primera en la frente porque no puede ser más Zeppeliana. Las explosiones pirotécnicas a las primeras de cambio para apabullar resultan más Spinal Tap que convincentes por lo que tienen de truquito escénico mil veces visto. Pero se suceden ‘The Indigo Streak’ y ‘Built by nations’ y la cosa coge consistencia. Es rock setentero a piñón, clasicismo de nuestro tiempo porque cada vez queda más lejos.

Puede que estos riffs de guitarra (solo puede) los inventara Jimmy Page y que ya no tengan nada de original. Pero pocas cosas hay más poderosas que una banda de rock acelerando, apretando y nunca aminorando. Greta Van Fleet tienen otras facetas musicales diversas (algunas demasiado instrumentales que ahora comentaremos), pero cuando sacan músculo la cosa claramente despega con toda su épica. Puede que no descubrieran la pólvora, pero desde luego saben montar una buena hoguera para calentarte la jeta. Literalmente.

Josh el jilguero y Jake el guitar hero

Josh Kiszka (27 años) es un jilguero de agudos imposibles y Jake un guitar hero de la vieja escuela infatigable en su tarea. Por momentos da la sensación de que va a inventar eso de tocar la Gibson con un arco de violín, lo cual estaría genial si no fuera porque eso ya sabemos quien lo hizo en otro siglo. Pero, en cualquier caso, el tipo claramente lo tiene y es, por ello, una adorable anomalía en 2023. Ambos se llevan todas las miradas de largo.

Mientras tanto, Sam Kiszka (bajo y teclados, 24 años) y Danny Wagner (baterista, también 24) mantienen el tinglado con firmeza y el certificado de eficiencia energética. Hay pasajes remarcables como ‘Heart above’ y, sobre todo, ‘Highway tune’, seguramente el mejor de la velada por su potencia, aunque quizás alargada de manera innecesaria instrumentalmente, siendo esto último algo que ocurre de más y que no termina de epatar al personal.

¿Los solos de batería no estaban prohibidos por ley en Madrid desde tiempos de Gallardón? Juraría yo que sí, aunque es posible que en ese otro universo paralelo sigan estando en lo más alto de la escala de molar todo. Más o menos igual pasa con el tramo acústico. Porque se cascan ‘Unchained melody’ (sí, esa melodía desencadenada que está sonando en tu cabeza y no otra), ‘Waited all your life’ y ‘Black smoke rising’. La verdad, Greta Van Fleet son demasiado jóvenes para tirar ya del rollito taburetes en línea que corta la corriente eléctrica y que, bueno, queda más o menos bonito, pero termina resultando un tanto aburrido. Si tienes una espada del copón como decorado, ¿para qué usas un florete? Menos mal que Josh se pone a repartir flores entre las primeras filas y regresan los vúmetros en rojo.

Las fotos de esta crónica son de Dara Chriss.
Aullidos espectrales y guitarras indomables

Los aullidos espectrales y las guitarras indomables conjuran con cierto tipo de nigromancia a todos los muertos del rock en ‘Fate of the faithful’. Tema paradigmático que desemboca en un desarrollo instrumental de nuevo demasiado generoso (contra el signo de los tiempos, pues). Con un solo de guitarra de esos extendidos y frenéticos que ya tampoco hace nadie (si se tira al suelo a patalear igual invoca a Angus Young, Gibson SG mediante). Enlaza ‘Sacred the thread’ y remata ‘The Archer’. La banda se marcha entre olor a pólvora del petardo final. Ahí se queda, mientras tanto, la imagen más rock jamás inventada por el ser humano, que no pertenece a nadie y pertenece a todos: las lucecitas rojas de los amplis encendidos en la penumbra del escenario mientras el público aúlla. Hay esperanza mientras permanezcan encendidas.

Tan clásicos son Greta Van Fleet que en Madrid, como en el resto de la gira, Sam interpreta ‘Rhapsody in blue’ del pianista George Gershwin para acometer el bis. Y siguen con la coreada ‘Light my love’, que termina con los colores de la bandera arco iris dibujados con las luces (detallito de celebración colectiva en la gente de bien), antes del colofón con ‘Farewell for now’, interpretado ya con cierta sensación del deber cumplido. Es la celebración final, diríase que más relajada (si no fuera porque Jake entra con su solo por enésima vez derrapando por los trastes), para una noche como poco notable de guitarras, lentejuelas, túnicas y pirotecnia (y la escenografía justa, sin pantallas, a la vieja usanza).

Cosas del metaverso

Puede uno casi sentir que está a finales de los setenta y acaba de terminar uno de aquellos conciertos emblemáticos en el Spectrum de Philadelphia, el Earls Court de Londres o el Forum de Los Ángeles. Es un poco ese clima, mas no, porque en el metaverso uno no termina de saber nunca con claridad donde está en cada momento. Pero, de alguna manera, aún en semejante desconcierto, todos tenemos razonablemente claro que estamos, al menos, en un universo paralelo donde el rock no ha muerto.

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