Se para. Se gira. Le mira. Es solo un chaval de 16 años que aporrea la batería con la boca abierta buscando aire en la pecera que para él es Wembley ante 70.000 personas. Pero no es solo un chaval de 16 años que aporrea la batería con la boca abierta buscando aire en la pecera que para él es Wembley ante 70.000 personas. Es Shane Hawkins. Es el hijo del batería muerto. Y está pegando todo lo duro que puede por purita supervivencia. Es rocanrol.
Leía esta mañana un artículo en El Salto que teoriza sobre la vida, la muerte o la eternidad del rocanrol. La teoría está muy bien, pero todos sabemos que lo que mola es la práctica. Y también sabemos que el rocanrol no se crea ni se destruye, solo se transforma. Y por eso vive. Porque puede ser lo que cualquiera quiera que sea. Para Shane Hawkins el rock en 2022 es supervivencia ocupando el taburete de su padre para aparecer así en titulares de prensa de todo el planeta.
Ahora veía el Telediario 1 de TVE, una de mis aficiones domingueras. La reseña del maratoniano concierto de tributo a Taylor Hawkins ayer en Wembley ha sido breve y solo ha remarcado al hijo del batería muerto tocando ‘My hero’ de Foo Fighters en el lugar de su padre. Ese chaval concentra toda la esencia del rocanrol y por eso en TVE ni han mencionado a Paul McCartney, Lars Ulrich, Brian May y tantos otros que ayer pasaron por el escenario de Wembley.
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Todas esas grandes estrellas son rocanrol por inercia, pero ya no por supervivencia. Si para ti el rock son ellos, que en parte lo es, por supuesto que está envejecido, calvo y ajado. Como tú y yo, como todos. Pero fíjate en la cara de Shane Hawkins, mira la rabia contenida que está soltando delante del mundo entero. Siente cómo desde sus tambores el rock te atraviesa. Eso y no otra cosa es el rocanrol y no hay teoría que pueda explicarlo con un razonamiento lógico. El rock es un fenómeno ilógico.
“Tenemos un baterista más que vendrá y tocará con nosotros esta noche. No creo que hayan visto a nadie tocar la batería como él. Es un miembro de nuestra familia, es muy especial que esté esta noche con todos nosotros. Damas y caballeros, con ustedes Shane Hawkins”, anunció Dave Grohl. Era el momentazo reservado para el final, cargado de simbolismo y sensibilidad. El mejor homenaje posible como colofón después de seis horas (o yo qué sé cuantas) de rock.
Me recordaban anoche en Twitter que Shane lleva desde bien canijo tocando junto a su padre delante de todos nosotros. Con una batería montada a su lado, detrás de los amplificadores, algo que solo ven algunos de los asistentes a los conciertos. En el célebre discreto segundo plano donde pasan todas las cosas verdaderamente interesantes. Ahí estaba Shane observando, flipando, comprendiendo, tocando, admirando a su viejo aplaudido por multitudes alrededor de todo el globo terráqueo.
Nadie quiere hacer el paseíllo que ese chaval hizo anoche. Directo desde el segundo plano hasta el epicentro del universo que todo lo ve, para ocupar el puesto de tu difunto padre. La fuerza que le empujó es el rocanrol. Ya lo sabíamos y lo hemos dicho muchas veces, pero Dave Grohl es el rocanrol, no solo porque evidentemente lo sea, sino porque lo comprende profundamente. A través suya, el hijo del batería muerto, su amigo, su familia, nos hace ver que el rock, cuando te atraviesa, está eternamente vivo. Y el rock nos atravesó a todos anoche como mejor sabe: a traición, sin aviso ni explicación. Como su gran rival: la muerte.