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Dorian (2022) WiZink Center. Madrid

Crónicas
El tamaño no importa… ¿o sí?

Texto: César Arza
Fotos: Óscar Lafox (WiZink Center)

Hace unas semanas escuché a uno de los popes de Radio 3 hablando de cómo ese puñado de grupos indies que a día de hoy han sobrepasado la frontera del “sólo los conocemos tú y yo porque molamos” hasta convertirse en (cuasi)fenómenos de masas, esos que pueden llegar a sonar en el hilo musical del Mercadona, han seguido caminos muy parecidos en cuanto a su recorrido de crecimiento por salas (tomando como base, y que se perdone el centrocentrismo, la escena de Madrid).

El recorrido comienza en ese puñado de salas minúsculas que sobreviven heroicamente, en las que son disfrutados por menos de cien personas, la mayoría amigos, primos y compis de trabajo. El siguiente paso (boca a oreja mediante) es llegar a cerca de mil personas en Joy Eslava. A partir de ahí, el escalafón continúa con las dos mil y pico personas de La Riviera. Y, si se supera esa prueba, el límite es el cielo… es decir, el WiZink y más allá. Si tocas en el Wizink, ya no eres indie, ahí ya juegas con los mayores.

(Por cierto, el otro día mientras llenaba el carro de la compra de productos Hacendado juro que durante unos minutos me acompañaron de fondo las ‘Noches blancas’ del grupo que nos ocupa).

¿Quiénes, dentro del mundo subterráneo indie patrio, han llegado a ese punto del stardom paralelo al mainstream? Como no quiero que los Novedades Carminha me llamen pureta voy a dejar de lado a Los Planetas y voy a centrarme sólo en grupos más recientes. Pero así, a bote pronto, se me ocurren, por supuesto, Vetusta Morla, que a pesar de no conseguir la gesta de llenar el Wanda (o como se llame ahora) están claramente en la cabeza de la clasificación ganando por goleada.

Un escalón por debajo tenemos a los recientemente extintos Izal y sus dos llenazos consecutivos del WiZink hace unas semanas para despedirse. Lori Meyers, que provocan sólo con aparecer en cartel que el letrerito de sold out se cuelgue en cualquier festival. Love of Lesbian y su capacidad de llenar el Sant Jordi incluso en plena pandemia para comprobar que la cultura es segura. Y los que en mi opinión son los últimos ascendidos a esta Premier League del olimpo-indie-que-ya-deja-de-ser-indie, los murcianos de Viva Suecia, que casi sin darse cuenta han vendido tres rivieras con tanta rapidez que han dejado las sensación de que si hubieran querido hubieran completado cincos fechas sin despeinarse (y, bueno, cinco rivieras son perfectamente un WiZink).

(Lo de Ojete Calor con el Wizink a rebosar hace un par de semanas, con centenares de personas mendigando una entrada por las redes sociales en los días anteriores al concierto lo dejamos aparte, porque eso no es indie… es otra cosa… Una bomba de relojería maravillosa, eso sí. Pero no sé en qué saco meterlo).

Y luego están, por supuesto, Dorian.

Sin ponerme en plan abuelo cebolleta, recuerdo haberles seguido desde hace casi quince años completando ese recorrido de crecimiento al parecer tan estándar: les he visto pasar por salas cuyo nombre he olvidado (tengo una edad). Presentar ‘La ciudad subterránea’ en Joy Eslava y notar que puedo moverme con holgura en los huecos que deja la gente en una sala no excesivamente llena, mudarse a La Riviera y hacer dobletes y tripletes antes de el mundo se parara en 2020… Parece lógico, ahora que hemos vuelto a pulsar el botón de play de nuestras vidas, que se marcaran un WiZink, ¿no? Pues eso es lo que intentamos responder este último 25 de noviembre.

La sensación con la que llego al concierto es rara. La misma mañana del evento he comprobado con una cierta extrañeza que aún quedan entradas a la venta, y al pasear por los alrededores del WiZink una hora antes del comienzo no parece que esta noche haya actuación, en contraposición al ambiente festivo y multitudinario de casi cualquier otra ocasión (véase la invasión de ‘cucarachas negras’ con The Cure hace dos semanas). Los bares de las inmediaciones no están a rebosar (vale, Los Torreznos sí, pero es que Los Torreznos siempre está lleno), no hay apenas grupos de fans charlando con excitación de cuál será la canción con la que abran el espectáculo. Empiezo a tener un runrún en la cabeza, y es que tal vez Dorian ha intentado subir el último escalón antes de tiempo.

Una vez dentro del recinto la sensación no mejora. No es sólo que no se haya montado la grada del fondo extensible, es que todas las gradas están cubiertas por unos ominosos telones negros gigantescos, aumentando la percepción de vacío. La impresión es la misma que en esas bodas en las que al llegar al banquete ves que han puesto un biombo para anular la mitad del salón y no puedes evitar tener ese pensamiento incómodo de que tal vez Marta y JuanJo no tienen tantos amigos. La pista se va llenando con lentitud, casi con cierta desgana, y un cálculo rápido al poco de empezar me dice que apenas superaremos dos tercios del aforo. Afuera hace frío, dentro también, y la poca gente y los espacios holgados entre grupito y grupito hacen que la temperatura no aumente, tanto real como metafóricamente.

Para más inri, las luces se apagan con casi diez minutos de retraso. Pero el ‘coitus interruptus’ es aún mayor cuando, tras un par de minutos dejándonos expectantes, las luces vuelven a encenderse y de nuevo suena música ambiente en los altavoces. Desde luego, si quieres calentar a tu público no es que lo estés haciendo especialmente bien. Cuando finalmente las luces se apagan definitivamente y los Dorian van poblando uno a uno el escenario, vestidos como siempre de negro riguroso, siento que alguno de los gritos que surgen a mi alrededor, más que de euforia, tienen un cierto aire de cansancio.

El concierto comienza con ‘Mundo perdido’, uno de los temas de ‘Ritual’ (2022), el último disco del quinteto cuya presentación es la excusa para este concierto. No es el momento de hacer un análisis del disco, pero digamos que, de forma suave, ha suscitado “opiniones encontradas”. Sin duda, Dorian siempre han mostrado una profunda conciencia social: por ejemplo, el activismo político ya estaba presente ni más ni menos que en el título de su segundo disco, ‘El futuro no es de nadie’ (2006), y en la canción homónima. Pero está claro que si Dorian ha llegado al punto en el que está es gracias a hacernos escuchar “una canción sencilla” que nos deja desarmados con enunciados tan simples y a la vez tan profundos como que “en el fondo lo que quiero, es verte amanecer”…

En ‘Ritual’ parece que Dorian se han tomado demasiado en serio su papel de nuevos estandartes del indie y se han cargado con la loable responsabilidad de cambiar el mundo para mejor. El problema de hacerte demasiado autoconsciente de tu figura es que puedes caer en la ampulosidad. Antes Dorian nos decían que había que cambiar el mundo de manera desenfadada pero también nos mandaban a recorrer paraísos artificiales mientras cae una tormenta de arena de la que podremos refugiarnos yendo a cualquier otra parte… Con ‘Ritual’ es como si se hubieran vuelto demasiado serios. Lo que antes era el “ey, tío, eso no mola” desenfadado de un colega se ha convertido en su último trabajo en una especie de mesianismo paternalista. Escuchando a Marc cantando sus últimas canciones uno tiene la sensación de que te está echando la bronca por hacerlo todo mal.

Y pienso en todo eso mientras Marc se esfuerza con ‘Mundo perdido’ y en la pantalla gigante que cubre el fondo del escenario se entremezclan imágenes del ‘Fahnrenheit 451’ de Truffaut. Vale, Marc, ya sabemos que a la playa te llevas para leer un libro de Dostoievsky (tuit verídico, puedes buscarlo) pero, pienso una vez más, la distancia elitista de Truffaut no es precisamente lo mejor para poner las emociones a bullir.

No ha terminado la primera canción y ya estoy seguro (la frialdad del ambiente, el retraso, las nuevas canciones) de que el concierto va a ser un desastre. Que más vale Riviera en mano que WiZink volando (creo que todos los que no-abarrotamos el Wizink habríamos cabido allí, y todo habría sido más sencillo y vibrante). Y como siempre me pasa cuando estoy seguro de algo, obviamente me equivoco.

Porque cuando un grupo tiene un buen puñado de himnos incontestables que todos hemos coreado con los ojos cerrados mientras recordamos a esa chica que nos dejó, o aquella noche en la que nos comimos el mundo cerrando un garito de Malasaña, sólo necesitan hacer un pequeño regate para volver a tenernos a todos comiendo en su mano.

La segunda canción es ‘La Isla’ y miles de personas comienzan a botar y a gritar emocionados que “bailamos hasta el alba, más de doscientas canciones” (y en ese momento Marc copia a Iván Ferreiro cuando saca dos deditos mientras canta “y aún seguimos siendo dos”, en este caso con el “doscientas canciones”, y todos como idiotas levantamos esos mismos dos dedos con él, y en ese momento, sí, ya somos suyos).

A partir de ahí, todo es como siempre y te olvidas de que al fondo una parte considerable de la pista está vacía. Marc se gusta en el escenario (como siempre), la sonrisa de Belly y sus bailecitos de niña feliz mientras toca el teclado iluminan el escenario. Y la esforzada profesionalidad de Bart al bajo, Víctor a la batería y Lisandro al… bueno, Lisandro a todo y más, empiezan a darle una compacidad y solidez al concierto en el que apenas se nota ninguna fisura.

Tras llenar el WiZink de confeti con el tercer tema, que no es ni más ni menos que ‘Los amigos que perdí’, (¿quién se acuerda ya de la canción con la que abrieron después de esto?), Marc hace algo que sólo podría hacer en un escenario como éste: avanza por la pasarela alargada de quince metros que surge del centro del escenario y que hasta hoy mismo no he sabido que se llama “provocador” (¡gracias Marian!). Así se da un baño de multitudes mientras entona ‘Dos vidas’ (sí, lo adivinas, aquí vuelve a utilizar el recurso de los dos deditos… pero funciona, porque todos estamos ya tan entregados que volvemos a picar y le imitamos).

No quiero hacer un relato pormenorizado canción a canción, no. Pero baste decir que dado que la mayoría de los temas interpretados pertenecen a los discos de su época dorada (¿tan viejos son? ¿tan viejos somos? ¿podemos hablar ya de su época dorada?), la temperatura se mantiene, inesperadamente a la vista de cómo comenzó el asunto. Esto es, a niveles próximos al punto de fusión del plomo.

Según avanza el concierto, y como soy un nostálgico, recuerdo todas las veces anteriores que los he visto tocar en ese recorrido de salas crecientes. No sólo eran las canciones, no sólo era el carisma pelín repelente de Marc (sí, lo confieso, amor-odio) y el encanto de Belly o la fuerza abrumadora de las canciones. Eran los detalles, esos guiños que te hacen sentir que más que a un grupo de éxito estás viendo tocar a tus colegas.

Marc introduciendo un fragmento del ‘A forest’, de The Cure, en medio de un tema (juro que estos ojitos vieron esto hace más de una década), el recitado de alguna letra entre canción y canción, los alardes musicales tocando algún instrumento extraño (recuerdo una Riviera en la que de pronto apareció un armazón de más de dos metros de altura con diferentes percusiones en las que Marc y Lisardo se quedaron a gusto destrozando unas baquetas)… esos gestos que hacen un concierto diferente… ¿podrán estar aquí también? Sí, lo están… a diferente escala, claro.

El provocador nombrado arriba es sólo un ejemplo: Abraham Boba, de León Benavente, aparece para contonearse junto a Marc en el extremo de esa pasarela alargada (alguien dice a mi lado: “un gili y un bobo juntos”) para volver a sermonearnos con ‘Cambio lento’, precedida por un speech a juego con el mensaje de la pieza. Me acuerdo de Pucho de Vetusta, muy dado también a contar su vida entre canción y canción para recordarnos lo mal que está el mundo, pero mientras que el líder de los vetustos es como ese colega un poco pesado que siempre que va a tu casa te recuerda en qué contenedor tienes que tirar cada envase después de la cena, Marc suena a veces con una especie de grandilocuencia impostada: no es que te aconseje, es que te mira mal si no le haces caso.

Pero me olvido de eso cuando (otra de las ventajas de estar en un escenario así, el cambio de escala) colocan un piano en el extremo del provocador y con Lisandro a las teclas (este chico es como Alan Wilder en Depeche Mode: el músico incansable que tan pronto te sopla una pandereta como que te rasguea un trombón… mi admiración para él, el sostén desde el segundo plano), Marc y Belly crean un ambiente íntimo entonando la delicadeza lírica de ‘Llévame’.

Y según avanza la noche, en el escenario en otro momento aparece un timbal que toca, por supuesto, Lisandro. Y más adelante Marc recita con una solemnidad íntima que pone la piel de gallina parte de ‘Arrecife’ antes de cantarla. Y poco antes de la traca final descubrimos que hay una plataforma camuflada entre las luces del escenario porque Marc se sube a ella para decir que quiere «seguir hasta el final” en ‘Vicios y defectos’ tras encasquetarse unas gafas de sol (pensamiento: si te pones unas gafas de sol en un lugar oscuro eres el único que opinas que molas). De vez en cuando, el ritmo se corta ligeramente cuando Marc insiste en dar demasiadas explicaciones en las pausas entre temas. Joder Marc, tío, tus canciones molan un montón, te lo prometo, te queremos y admiramos por ello, no necesitas convencernos.

El final de los conciertos de los grupos consolidados suele ser casi un ritual, porque sabes lo que quieres que suene, porque sabes lo que va a sonar. Casi como siguiendo un esquema predefinido (bendita rutina) suenan ‘Verte amanecer’, ‘Paraísos artificiales’ y el descorche final del himno arrollador que es ‘A cualquier otra parte’, antes de que el grupo se retire para los bises.

La tradición también dicta que el concierto terminará con todos envueltos en los remolinos en una ‘Tormenta de arena’, así que cuando los bises comienzan con Marc presentando a Dani Costas, con la que interpreta ‘Techos de cristal’, pese a lo encomiable y necesario del mensaje, todos estamos ya tarareando en nuestro interior “y cuando llega el nuevo día, me juras que cambiarías, pero vuelves a caer”…

Los bises también sirven para que Marc exprese el profundo amor que le tiene a Madrid en un discurso en esta ocasión no reivindicativo. Genial, Marc, nosotros también te queremos, pero no te disperses, queremos que llegue la tormenta. Y la tradición se cumple cuando Belly y Lisandro se separan de las torres de teclados tras las que están parapetados, cogen sus keytares Roland AX-1 y AX- 7 y “todo lo que siento por ti”…

El público baila. Se desgañita recordando todas esas veces que no ha sabido decirle a la persona que le gustaba las cosas que sentía, así que sólo puede hacerlo con una canción escrita por otros. En ese momento pienso que el tamaño no importa, que me da igual que sea una sala para cincuenta personas o un pabellón para casi una decena de miles con muchas zonas vacías. Que esto es Dorian y ‘La tormenta de arena’, ‘A cualquier otra parte’ y todas las demás suenan igualmente abrumadoras y te rascan un poquito dentro del corazón sin importar las circunstancia.

Entonces los acordes finales de la tormenta empiezan a enlazarse con una melodía diferente y, oh blasfemia, el fin del concierto es la ‘Energía rara’ del último disco. Que, vale (y perdón por el chiste malo), es una canción con mucha energía, la gente baila, pero es rara, no es el final apoteósico en lo alto de la ola emocional de ‘La tormenta de arena’. Tal vez ahí esté la clave del concierto. ¿Siguen siendo Dorian los que nos instaban a hacer un recuento de todas las veces que nos han roto el corazón cerrando los conciertos con una tormenta de arena en Joy Eslava, o son los que empiezan con imágenes de Truffaut y cierran el WiZink con una energía un poco rara? Han pasado unas horas, y aún no soy capaz de responder a la pregunta.

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