Tengo algo que confesar: en Mercadeo Pop me pagan por número de palabras. Vamos, lo mismo que los notarios cuando vas a comprar un piso o a hacer testamento, que te venden el fajo de páginas literalmente al peso (sí, amigos: ése es el motivo por el que en la escritura de su casa, si tienen la fortuna de ser propietarios, se describe con detalle lo que hay detrás de la puerta de la izquierda y el número de metros que van del pasillo al baño).
Y es por eso que, como a Troy McClure en los omnipresentes Simpsons, probablemente me recuerden de otras crónicas interminables como las dedicadas a las dos penúltimas ediciones primaverales del excelente festival Estaciones Sonoras, que nunca me cansaré de recomendar.
Pero, ey, en esta ocasión voy a ser más conciso (dentro de lo que soy capaz, que me gusta más un teclado que a un indie un Aperol Spritz) y a cobrar mucho menos. No porque el concierto de Wolf Alice en el Teatro Barceló anoche sea menos digno de mi insaciable verborrea, ojo… Sino porque, a veces, menos es más. El futuro ya no está en las criptomonedas, sino en volverse zen.
Wolf Alice en Madrid, un sarao coqueto
Lo que quiero decir es que, en el fondo, en este concierto, todo es pequeño, pero a la vez es grande. El recinto que acoge el sarao es «coqueto«, como suelen adjetivar en los anuncios de pisos cuando no es que tengan precisamente diecisiete habitaciones. Es el Teatro Barceló, pero eso no es más que la identidad secreta a lo Peter Parker de la antigua Pachá malasañera de nuestros hermanos mayores, que en los últimos años se ha especializado en albergar conciertos majetes en un espacio reducido. Y eso es grande, eso es una maravilla. Estoy hasta cierta zona de mi anatomía de tener que atisbar los bolos de grupos punteros en las pantallas laterales porque el escenario se encuentra a varios kilómetros de distancia por debajo de la línea del horizonte.

Qué gozada comprobar esta vez que lo que en otros escenarios sería aún «primeras filas», apenas quince o veinte, aquí ya es la pared del fondo. En esta casa somos muy de seguir los mandamientos de John Boy: las primeras filas son nuestra obsesión como siempre dice mi amigo Gorka, y nos gusta ver los conciertos «tocando hierro». Pero estoy seguro de que incluso los que están más alejados son capaces de distinguir el gesto en la cara de Ellie Rowsell mientras canta. A veces con una exagerada afectación bowieana que la lleva incluso a revolcarse por el suelo en los temas más guitarreros, en otras ocasiones con una concentración lánguida que casi parece de colegiala.
De «cool» a «malota»
Por cierto, me flipa la evolución de la vocalista en cuanto a estética, pasando del look de chica buena pero «cool» del pasado a la apariencia mucho más «malota» con la que se nos presenta hoy: pelo rabiosamente negro y una combinación de vestuario y maquillaje que parecen advertir «apártate de mi camino». Aunque su «Hola, ¿están bien?» del principio y su sonriente «te amo, España» de poquito antes de terminar desmienten esa impostura. En la primera línea del frente la acompañan sus compis Jeff Oddie y Theo Ellis a guitarra y bajo, quienes se pasan todo el concierto sonriendo, animando al público y saltando. Dan la sensación de estar gozándolo tanto que por sus caras dirías que están en el patio del colegio.
Y el espacio es tan pequeñito e íntimo que es fácil que esa energía fluya de ida y vuelta entre la banda y el público en circuito cerrado. Pienso en la última vez que los vi, en el Mad Cool de hace un par de años, y se me desborda la hiel de los higadillos recordando que casi debería haberme llevado los prismáticos para adivinarlos a los lejos y una toalla para secarme el sudor. No el mío, sino el de los centenares de personas apelotonadas que me rodeaban (y eso que era uno de los conciertos de apertura en las primeras horas de la tarde, cuando se supone que la afluencia debería ser menor).
Reflexiones musicales
¿Me permiten una reflexión personal antes de desgranar mis sensaciones sobre la parte estrictamente musical del evento, algo que me vino anoche a la cabeza según disfrutaba de Ellie Rowsell y sus compinches? Cuando era un adolescente con demasiados granos había una cosa que me maravillaba y que a la vez no me encajaba. Y esa cosa eran los Smashing Pumpkins. ¿Qué coño tiene que ver esto con el concierto de anoche? Aguarden dos minutos, déjenme hablar de mi libro. A ver si me explico: cuando uno escuchaba a Depeche Mode esperaba electrónica, más o menos cañera, pero sabías lo que había. Y Rammstein rompían con todo a base de voz gutural, guitarrazos y golpes de «synth lead» demoledores, incluso en las canciones más tranquilas (si uno puede calificar como «tranquilo» un tema como ‘Sonne’).
Pero los Smashing se me escapaban: tan pronto había un muro áspero de guitarras digno de Trent Reznor en ‘Bullet with Butterfly Wings’ como que se marcaban temazos pop-rockeros evocadores de los de mecherito en los estadios (hoy sería «linterna del móvil») como ‘Tonight, tonight’. Y, de pronto, cuando te dabas la vuelta, te plantaban en las narices algo del estilo de ‘Ava Adore’, un hit electrónico inevitablemente bailable, que si me hubieran asegurado que pertenecía al ‘Ultra’ de los Depeche me lo habría creído…

Inclasificables
A lo que voy es que cuando escucho a Wolf Alice me pasa lo mismo: soy incapaz de clasificarlos, no sé por dónde me van a salir. El lector ahora mismo dirá: pues vaya una mierda de periodista musical. Pero ya lo he advertido en otras ocasiones: no soy periodista sino astrofísico, estoy aquí por casualidad y por accidente, permítanme la visión personal y poco sesuda (por otra parte, les recuerdo que por esta crónica voy a cobrar bastante menos, lo cual me disculpa). Además, esa imprevisibilidad es mucho mayor a día de hoy que en mis recuerdos noventeros porque el pop-rock underground ha crecido en matices y amplitud en estas demasiadas décadas que han pasado desde mi adolescencia… Si los Smashing podían elegir entre cuatro o cinco caminos, en la actualidad cualquier banda puede desmarcarse entre cincuenta sendas ya transitadas.
Pues bien: Wolf Alice recorre estos cincuenta trayectos y, no satisfechos con eso, cogen el machete y el salacot y abren otra decena de senderos más entre la jungla sonora inexplorada. Sí que es verdad que la mayor parte de sus canciones presentan unos ciertos matices comunes: la voz en apariencia frágil pero en realidad potentísima de Ellie Rowsell (¿les recuerdo una vez más que en este concierto todo es a la vez pequeño y grande?), la equívoca simplicidad de unos ritmos y melodías sin muchos alardes ni estridencias que cuando quieres darte cuenta se te han enroscado alrededor del cerebelo y estás dando golpecitos en el pie en el suelo desde hace horas…
Más que rock independiente
Pero, ¿cómo calificar su estilo? Ahora es fácil: le pones a todo la etiqueta de «rock independiente» (ese ojo de aguja por el que pasan no sólo el camello bíblico, sino también una manada de elefantes y cuatro transatlánticos) y asunto arreglado. Pero, ¿y si queremos afinar algo más? ¿Minimalismo, shoegaze, garaje contemporáneo con raíces folk? ¿Una versión 2.0 evolucionada de Metric, más áspera y a la vez más introspectiva, que se hubiera ido de juerga con Radiohead y la cantante de The Sundays? Les dejo que elijan.

Aunque estábamos, que no se me olvide, en el pequeño-gran Teatro Barceló. La excusa de la velada es celebrar en un ‘intimate showcase‘ por invitación la publicación del nuevo disco de la banda que está al caer pero, ya lo hemos explicado: hoy queremos hacerlo todo pequeño. Así que en realidad de momento sólo hay un single de adelanto que exhibir: ‘Bloom, baby, bloom’, que suena entre las primeras canciones del set cuando aún estamos calentando los oídos. Ya he dicho que a Wolf Alice les gusta desorientarme, con lo que, para seguir con la tradición, el tema arranca con unos «marching chords» de piano que si alguien me dice que estamos en un piano bar bebiendo whisky con Tom Waits le digo que por supuesto.
Ese «algo» diferencial
Después, sí, entra la voz de Ellie Roswell alargando las notas en una de esas melodías que parece que son más simples que un chupete pero que a la segunda escucha ya te sabes de memoria. Y a eso se le suma una percusión y unos arreglos medio jazzísticos medio de diva de las pistas que, vale, suenan a Wolf Alice… pero son algo diferente. Porque, en realidad, bendita paradoja completamente razonable, no sé cómo suenan Wolf Alice, pero tienen un «algo» diferencial que me permitiría identificarlos sin dudar incluso en la playa en la que se esconde Wally con su camiseta de rayas.
Quitando el nuevo single, el resto del concierto no es excesivamente largo, nos quedamos en dieciséis temas y pocos minutos por encima de una hora. A fin de cuentas, es una velada promocional a la que sólo se accede con invitación, un ‘showcase’ íntimo. Pero, ¿puedo repetirme de nuevo? Aunque en este evento todo parezca pequeño, a la vez es muy grande y blablablá. Y es que, cuando eres Wolf Alice, puedes encadenar los acordes iniciales casi country previos a la explosión de batería y guitarrazos de ‘Formidable Cool‘ en tu primera canción con la languidez de ‘Delicious things‘ en la segunda.
Poco más de sesenta minutos
Y luego sigues navegando a lo largo del setlist desde la contundencia con raíz industrial de ‘Yuk Foo‘ (¿soy el único al que esa guitarra recuerda a la de Daniel Ash con Bauhaus?) a la serenidad que te acuna como el susurro al oído de Bill Murray a Scarlett Johansson de ‘The Last Man on Earth’. Y, después de pasear por toda una paleta estilística con un montón de colorinchis, culminas con la epicidad minimalista (otra bendita paradoja) de ese himno unánime que es ‘Don’t Delete the Kisses‘ en el único bis. En estos poco más de sesenta minutos ha cabido un mundo.

Vale, sí, esta crónica es un relato poco detallado comparado con las insufriblemente minuciosas descripciones habituales en mí (el motivo de la falta de ánimo, en la primera postdata). David: en esta ocasión te ahorras pasta, en vez de los cuatro millones habituales lo dejamos en dos. Pero que este relato sea un bosquejo, que la sala sea pequeña, que el setlist sea corto, no desemboque en que la visión sea también limitada. Voy a exprimir el hallazgo cutre de «lo pequeño es grande» hasta el final: Wolf Alice es un grupazo y es una pasada disfrutarlos en un formato de andar por casa (para la grandeza de la banda de la que estamos hablando, que podría llenar un par de wizinks o como se llame ahora sólo con chasquear los dedos).
Maravilla cargadita de matices
Recuérdenlo: la próxima vez que vean esta maravilla cargadita de matices y recovecos en un foro mucho más grande, o más que ver a la banda la intuyan a lo lejos, y se pasen la velada musical odiando a la humanidad en su conjunto (o al menos a los miles de personas que les rodean invadiendo su espacio personal), envídienme.
Postdata: Esta noche íbamos a colgar al DJ, pero nos quedamos con ganas de decirle cuatro cosas al cantante. No por (tristemente) recurrente deja de ser un bajón.
Post-postdata: Si tienen algo que decir, búsquenme en instagram.