Loquillo (2020) WiZink Center. Madrid

Crónicas


Loquillo en el WiZink Center. FOTO: Ricardo Rubio

Loquillo reabre el WiZink Center: el rock al rescate

De la misma manera que fui a Los Punsetes en Moby Dick a finales de mayo con Ricardo y en junio a la parodia aquella del autocine, también con Ricardo porque de lo contrario ya me siento mazo de solo, este viernes había que estar en la reapertura del WiZink Center. Un lugar indudablemente milenario para todos nosotros desde cuando solo era Palacio de los Deportes, en el que tantas noches de pasión y crucifixión hemos pasado a lo largo de los años.


¿Quién no tiene un recuerdo de puta madre allí y en los aledaños? Pero que a ver, muchachada, que hicimos hasta previo con cerves y una copita de esas de urgencia porque sí, sin hacer preguntas, sin dar explicaciones. ¿Un roncito rápido? No me jodas, si te lo pides tú me lo pido yo. Pues claro, estamos a punto de volver a un concierto aquí en Goya, que no venimos desde aquella otra vida cuando los Editors en febrero. Cinco putísimos meses que tú me dirás qué mierdas hemos vivido. Eso merece un copazo tirado por la cabeza y masticar los hielos.


Porque el rock no puede volver de cualquier manera. El rock no es cualquier cosa. Si vamos a abrir el garito, vamos a abrirlo bien. A lo grande. Más o menos pues, para empezar, de 17.000 pasamos a 1.700 personas de aforo, Boletín Oficial del Estado mediante. Que ya sabéis que este es el best seller de 2020, vamos, no me jodas, menuda condena de mierda. Todos expertos en el BOE de los cojones, que al final era como elige tu propia aventura y cambiaba cada día. Y mientras tanto, el WiZink Center vacío en su inmensidad. ¿Y sabéis lo que está haciendo Loquillo en esta foto? Pasar de todo y señalar las chuches. Eso quiere. Eso es.


Por cuestiones laborales he tenido la fortuna de andar por allí alguna vez por la mañana, cuando no hay jarana y no veáis si mola. A mí me encanta. Me encantan los pabellones de donde sea, por nombre conozco un porrón y cuando voy por ahí de turisteo intento visitarlos para contemplarlos. Supongo que de alguna manera son mis catedrales y no tiene nada que ver con el deporte, sino con las grandes giras de U2 que memorizaba hace veintitantos años, incluyendo incluso los aforos. Esa es mi mierda. Y el WiZink vacío es hipnótico en su grandioso silencio un día cualquiera por la mañana. Y más o menos así fue este viernes en su reapertura.


Cierto es que Loquillo lleva lustros definiéndose en plan epiquísimo a sí mismo como rock español, de manera que parece propicio concederle la reapertura del WiZink Center cuatro meses después. Isabel Pantoja y Camela tuvieron el dudoso honor de actuar en el recinto capitalino justo antes del cierre obligado. Igual cerró en defensa propia tras semejante ataque sin piedad, todo hay que remarcarlo. Y por eso, después de aquel finde tan loco-rumbero-coplero, aquí viene el rock al rescate.


Loquillo está en su derecho de apropiarse de este rescate, pues no en vano ahí sobre el escenario está él con su pandilla. Pero es el rock en general el que acude a sacarnos de la gran putísima mierda, a quitarnos el miedo, a recordarnos que nosotros que seguimos aquí tenemos la obligación de vivir a toda hostia. No hay excusas en esto. Y de la misma manera que los previos de los conciertos nos harán libres, el rock nos devuelve parte del año que nos robó la pandemia.


En esta línea estaba Loquillo, claro que sí, «un barcelonés que ama esta ciudad», y que pensaba que lo había visto casi todo a sus 59 años. Lo que no había visto era un pabellón de semejante envergadura con tantas butacas azules, tanto cemento bajo sus pies. Acostumbrado a ver miles de cabezas, miles de manitas alzadas, no era esta la mejor de las perspectivas. Y tratando de hablar claro desde el principio, arrancó con un mensaje directo: ‘En las calles de Madrid’.


Se nos está olvidando ya, joder. Que no ocurra. En marzo, con todo el mundo en casa acostado por las noches, tenía la costumbre de pasar un ratillo en la terracita que tenemos en casa solo para contemplar el silencio y ver el Hospital Gómez Ulla, que está al final de la calle, totalmente encendido. En llamas. Esas también son las calles de Madrid. Son las mías, las que tienen mis huellas desde ya ni me acuerdo: Loquillo, canta otra vez ‘En las calles de Madrid’.

En alguna ocasión pasó un camión (para ser feliz quiero un) limpiando la calle. En los momentos más jevatas, el silencio dolía que te cagas: por eso cada pequeño aplauso en la noche de este viernes en el WiZink Center contribuía a hacer un poquito más irreal lo vivido. Porque difuminarlo un poco es solo una manera de poder seguir adelante. Y si le ponemos un buen riff de guitarra de Igor Paskual o Josu García, mejor aún. Sé perfectamente lo que pasó y lo que sentí cada noche al acostar al personal, y justo por eso quiero no recordarlo en su totalidad.




Para propiciar la distancia social, abrió el WiZink todas sus puertas, algo que antes no era habitual por no necesario. De esa manera, entrabas por tu puertita e ibas directo a tu vomitorio (previo desvío a la barra o al baño, vale, necesidades vitales ambas al mismo nivel). Y dentro lo más flipante es ver las gradas taaaaan vacías. Lo de la pista no resulta impresionante en realidad, pues cuando se apagan las luces no sabes si hay 400 (como había) o las que sean. Pero las gradas están básicamente vacías.


Cuando la música empezó, todo fue tan desconcertante como cualquiera puede imaginar, aunque no tanto como un concierto en un autocine, que es definitivamente la más peregrina de las ideas surgidas de la pandemia (lo detesto, una y no más, me sacrifiqué in the name of love, pero que mira que no). ‘En las calles de Madrid’, lo dicho, es un buen reinicio y parece que el gentío lo va a reventar, aunque luego no fue exactamente para tanto.


Sí que resultó que los más escépticos hicieron todo tipo de ritmos de percusión y menearon la cabeza casi contra su voluntad. La orden del pabellón era clara: levantarse está bien, pero fliparse de más no. Eso fue básicamente lo que pasó, con parejas bailando cerveza en mano, cantando, abrazándose, tocándose sin demasiado disimulo. De vez en cuando, desde mi posición, miraba a las chicas bailar con los minis en la mano y pensaba, como Quique González: las chicas son magníficas. Y aquí, hoy, esta noche, yo bajando a los infiernos y tú cruzando el paraíso, más.


Porque esto es raro y el público tiene que poner de su parte. Y lo pone. Desde el escenario, la banda juega a lo que tiene que jugar, esto es, a tocar como si delante hubiera cien millones de personas. Pero lo cierto es que está tocando ante un pabellón imponentemente vacío, inabarcable, infinito. Que retumba, que tiene eco, aunque eso mejora rápido y, si cierras los ojos, o si no te fijas en tu alrededor, puedes estar donde quieras estar. Son 1.700 pero es tu equipo y puedes poner los delanteros que quieras. Eso sí, lo que es un hostión en toda regla en términos de negocio, este viernes es una pequeña gran victoria para todos: así de cruel está siendo 2020.


Claro que el personal está cortado: necesita el anonimato de la multitud para ser plenamente libre y enajenarse. Esto esta noche es como un teatro, pero veinte veces más grande, de manera que todo se ve y, si te cortas, fallas. No te cortes: levántate, canta, baila, alza tu cerveza. Compórtate como si no te diera miedo estar donde estás. Ten cuidado, no seas capullo, pero sé tú, sé todo lo libre que puedas en este concierto como lo fuiste en todos los demás que te trajeron hasta este momento en el tiempo y el espacio en el que rockear es una mezcla de temeridad y osadía.


Se libera la gente, claro que sí. Con ‘A tono bravo’ solo un poquito, con ‘El hombre de negro’ un poquito más y con ‘Salud y rocanrol’ ya bastante más. En realidad, si te centras exclusivamente en el escenario, tampoco es tan raro. Lo extraño es que nadie te pisa, nadie te empuja, nadie te derrama líquido indescifrable, nadie te grita en el oído sin motivo, nadie le está contando su vida de mierda a otro justo en el momento en el que suena tu maldita canción favorita. La dichosa nueva normalidad elimina por decreto todas estas actitudes que yo ya personalmente echo de menos porque, admitámoslo, no está mal enfadarse un poco a veces por pequeñas grandes cosas, como dice Andrés.


Fiel a su épica rockera, ha reiterado Loquillo en los días previos que este era el concierto más importante de nuestras vidas. Y claro que lo fue, no se lo podemos negar: «No sería humano si no dijera que la emocion es tremenda. Durante estos meses todos hemos perdido a familiares y amigos que no volverán pero estarán siempre en nuestros corazones». Hay emoción, pues claro tíos y tías de mis entretelas.


Y es que no es que nos hayan robado el mes de abril que tanto le gusta a Sabina, es que nos detuvimos en el tiempo y todavía no hemos arrancado de nuevo. Sigue siendo el maldito marzo, puto día tras puto día todos iguales. Pero ahora que Loquillo ha reabierto el Palacio de los Deportes de Madrid, podemos al fin decir que vuelve a estar abierto el Palacio de los Deportes: santo y seña de esta nuestra ciudad. ¡Vuelve a estar abierto el Palacio de los Deportes! ¡Y la Pituka! ¡Y los Tercios de Flandes! Es parte de mí.


Ese público que empieza timorato, asustado y acojonado como un ciervo deslumbrado al lado de la niña de la curva, se viene irremediablemente arriba. Por fortuna y como tiene que ser, las vergüenzas se quedan en casa: desde donde también ven este concierto en streaming desde Argentina, Estados Unidos, México, Francia… según nos cuenta el personal del WiZink Center, de lo más contento de tenernos de vuelta por allí molestando, preguntando y tocando los cojones. Hasta eso se puede echar de menos.


Yo creo que habitamos en las canciones, pero no para nosotros, sino para los demás. O sea, tú no puedes elegir en qué canción vivir para otro. Es ese otro quien decide donde te caes muerto para la eternidad. Yo sé quien vive en ‘El rompeolas’ para mí, y sé en quien me fijaba y me fijo para cantar ‘Rocanrol actitud’. Tampoco preguntéis en cuales canciones estáis, eso es indecoroso, no seáis curiosos de más. Lo podéis intuir, pero ya está. Si acaso, alguna noche, si surge, esa persona os lo dirá y será mágico.


Volviendo al barro, que sepáis que al público le cuesta un mundo estar en la movida, aunque tiene clarísimo que quiere estar. Es rarillo, pero funciona. Y la banda se lo tiene que trabajar muy duro: eso está bien, el rock no puede ser una cosa fácil. ‘El ritmo del garaje’, ‘El rey del glam’ y ‘Yo quiero un camión’ ponen un punto atemporal que funciona para, en un ejercicio de trilero bien pillo, transmitir la sensación de que todo es una ensoñación. La vida, digo. Para lo bueno y lo malo, la vida la soñamos mientras suenan canciones de rock.


«Quisiera agradecer vuestra presencia aquí por participar de esta noche solidaria a favor del Banco de Alimentos de Madrid», dice Loquillo, ovacionado como procede, quien aprovecha para lanzar una proclama absolutamente necesaria y que debemos defender todos los que sentimos las cosas de esta manera innegociable: «Quisiera hablar alto y claro a favor de este oficio. De todos los artistas, músicos, técnicos, promotores, que merecen algo más que un nada. Por ellos, por todos».


Poco menos de hora y media acaba con ‘Feo fuerte y formal’ y ‘Cadillac solitario’ como remate para una de las noches más extrañas que se vivirán en el WiZink Center. Y que así sea, porque ya la pasamos. A partir de ahora, que todo sea reabrir y reconstruir y, sin olvidar en absoluto el sonido irreparable del silencio, aprender a escuchar de nuevo.


Porque ahora me asomo a mi terracita y no se me olvida que me daba miedo salir a la calle. Como tampoco se me va a olvidar que cuando volví anoche de Loquillo me encontré en la entrada un montón de bolsas de burguer pedido a domicilio y me estaban esperando Clara y Nicolás para decirme que habían cenado buena mierda sin mí: que no me hubiera ido de concierto. 

«Papá, si querías burguer no haberte ido de concierto». Te cagas, ya estamos en ese punto con siete años. Eso es putear por putear pero no nos desviemos: que me estaban esperando despiertos. Exactamente eso es el rocanrol: lo que queramos que sea y nos mantenga vivos a nuestra puta bola. Señalar con el dedo lo que nos mola, eso es, como de críos. Para mí el rocanrol es que mis personas favoritas del putísimo planeta me esperen a la vuelta de un concierto de Loquillo.


PD: Que esta crónica es una versión extendida de la que anoche publiqué en Europa Press y que si os apetece está por aquí y también tiene su punto. Besitos, copazos y abrazos.

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