Nuestro búnker contra el mundo
La foto es de Patry Martín
El semáforo está en ámbar. Son las ocho de la tarde de un frío miércoles de finales de noviembre. En el cruce de caminos entre Fuencarral, Montera y Gran Vía todo el mundo parece tener prisa: los peatones se apelotonan deseando llegar cuanto antes al otro lado y los coches se pelean por un centímetro más que no se traduce en un segundo menos. Todos pasean su rutinario ajetreo ajenos a lo que bajo sus pies acontece.
En el subsuelo, en lo que queda fuera del radar de la mayoría, es donde está pasando algo. Es donde pasan las cosas. Es una torre de marfil subterránea a la que se llega sintonizando la frecuencia adecuada, siguiendo la música que te guía y que progresivamente va subiendo su volumen para indicarte que vas bien. De momento bien, vamos muy muy bien. El ruido de la ciudad se apaga mientras sube el de Rufus T. Firefly. Estás a puntito.
Abres la puerta de la Sala El Sol y gime de placer la alarma de un refugio antiaéreo: llegaste. La música sube las escaleras mientras tú bajas, transformándote peldaño a peldaño. Mejor cuanto más lejos de la superficie y más cerca del profundo escenario desde el que todo nace en vivo y en directo en ese preciso momento. Arriba suenan los primeros villancicos del demonio y ensordece el bombardeo consumista del black friday, pero aquí abajo estamos a salvo. Estamos, al fin, en nuestro búnker contra el mundo.
Rock clandestino
Hay cierta clandestinidad porque exactamente aquí está el eje terráqueo que nos gira para protegernos de las estrellas navideñas que, ¡ya en noviembre!, caen ardiendo puntiagudas desde el cielo. Arriba reina la vulgar fugacidad del caos mientras aquí, abajo, nos tomamos nuestro tiempo y no solo oímos, sino que escuchamos. Arengados al ritmo de los tambores de guerra de Julia Martín-Maestro, cuya variedad de patrones rítmicos es un discurso en sí mismo.
«Tú eres mi casa, el bálsamo del amanecer. No te conozco y siempre te voy a querer. Hay luna llena bailando en tus ojos de cristal. Creo que esa mirada es una victoria universal. Si te duermes, búscame», canta Víctor Cabezuelo para abrir ‘El largo mañana’, el séptimo disco de Rufus T. Firefly. Hipnosis colectiva buscándonos el pulso en la muñeca para adecuarlo al bajo de Miguel de Lucas. Él decide cómo palpitamos esta noche mientras Julia hace malabares con nuestras arterias jugando a apretar sin seccionar la aorta.
Es la presentación para la prensa del nuevo álbum de los de Aranjuez y esta noche van a tocarlo enterito, en el mismo orden y del tirón. Ya lo han hecho este verano, meses antes de publicarlo: un acto político de resistencia en toda regla. Son la resistencia, alguien tiene que hacerlo. Ese navegar a contracorriente como necesidad vital, esa determinación en cuidar la creación como arma principal. Es psicodelia, es sensualidad, es amor, son los años setenta actualizados y debidamente contextualizados media centuria después.
Los títulos de los temas son ya de por sí inspiradores. Anda que no dan rienda suelta ‘Me has conocido en un momento extraño de mi vida’ o ‘Sé donde van los patos cuando se congela el lago’. Es un desparrame sónico y sonoro con intención lírica: «Voy a apoyar la cabeza en tu pecho para escucharte vivir». Pues bien, como es natural, yo voy a estrellar mi cabeza contra el ampli de turno para comerme sus entrañas con sal gorda y a ver qué pasa: será eléctrico y, sin duda, lisérgico. Fantástico como el redoble perfecto.
Huele la sala El Sol al napalm de quien se sabe victorioso contra todo pronóstico. Rufus T. Firefly están doblegando al mundo con sus propias reglas y cada vez que salen al escenario construyen, ladrillo a ladrillo, canción a canción, su búnker contra el mundo. Todos tenemos la extraña sensación de no pertenecer a nada, pero ellos edifican un lugar al que llamar hogar, en el que estar a salvo del ruido y entregarse al placer de percibir. ‘Selene’, que cierra el álbum, despega y ahora somos nosotros los que bombardeamos al resto. Los libros de historia lo contarán y los niños del mañana lo recitarán.