fetén fetén el milagro

Fetén Fetén & El milagro de P. Tinto (2023) Circo Price. Madrid

Crónicas
Un pequeño gran espectáculo

Empezaré confesando que no soy periodista profesional (ni siquiera de formación). Pero voy a permitirme apropiarme de una frase que le escuché una vez en la radio a uno de los verdaderos profesionales del gremio: «siempre se agradecen esas veces en las que un entrevistado te suelta una frase tan potente y descriptiva que te da todo el trabajo hecho. Tienes titular y tienes hilo conductor para el reportaje sin necesidad de pensar». Siguiendo eso, yo hoy tengo que atribuirle todo el crédito de esta crónica al propio Javier Fesser (y no sólo por ser el director de esa maravilla atemporal que es ‘El milagro de P. Tinto’).

Como si esto fuera una peli de Christopher Nolan, hago un flash forward hasta la finalización del espectáculo (sí, después vuelvo al principio y cuento cómo fue). Ahí nos encontramos con los dos Fetén Fetén saludando con solemnidad a un público que les aplaude a rabiar porque acaba de disfrutar a risa desatada de una de las comedias más míticas de nuestro cine de las últimas décadas. A mi modesto entender, a la altura de ‘Amanece que no es poco’, como mínimo, con el añadido de la interpretación en directo de una nueva banda sonora compuesta ex profeso por el dúo burgalés.

25 AÑOS DESPUÉS

Y en esto, Diego Galaz, el líder y miembro más locuaz de los Fetén, explica que el mérito no es suyo, sino de Javier Fesser y el resto de los que hace casi 25 años se embarcaron en aquella fabulosa locura. Y para sorpresa de todos llama al escenario al propio director y a un pequeño grupito del equipo que alumbró ‘petinto’, entre los que destacan Pablo Pinedo (el inolvidable «papi papito» Joselito), pero sobre todo Silvia Casanova (Olivia), quien a sus 90 añazos se come el escenario y de paso el corazón de todos los que la escuchamos agradecer con una sonrisa de oreja a oreja los aplausos entregados que está recibiendo.

En ese momento, Javier Fesser coge el micrófono y, aparte de provocarnos unas nuevas carcajadas con un par de anécdotas surrealistas sobre el rodaje (como el momento en el que, grabando la persecución de un negrito por parte de dos exploradores con salacot en un campo de Estremera que simulaba ser África, apareció un paisano que no sabía que estaba en medio de un rodaje y, con mucha energía, les indicó a los perseguidores por dónde había salido huyendo el «nativo»), pronuncia la frase con la que me ahorra todo el trabajo de tener que pensar qué escribir en esta crónica.

Fesser explica que, comparada con la música original (con orquesta sinfónica) de Suso Sáez, la nueva banda sonora de Fetén Fetén es pequeña. Y se da cuenta de que la palabra puede sonar peyorativa y se enreda buscando un sinónimo: íntima, cercana… y al final concluye: «pequeña en el mejor sentido de la palabra».

Pues ya está. Si quieres, puedes dejar de leer: la música que ha creado Fetén Fetén para acompañar ‘El milagro de P. Tinto’ es pequeña. A fin de cuentas, son sólo dos músicos con instrumentos tradicionales frente a la orquesta sinfónica (de Praga, leo en los créditos finales) de la banda sonora original… Pero, joder, a la vez, qué grande es.

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Llamamos de nuevo a Christopher Nolan y volvemos al principio. El patio de butacas (las zonas laterales de anfiteatro están vacías, para emular en lo posible la experiencia cinematográfica… de hecho, hasta hay gente con palomitas) está a rebosar de un público en el que dudo que hubiera nadie que fuera a ver la película por primera vez, dado que las conversaciones que escuchó aquí y allá antes del comienzo consisten sobre todo en la explicación entre risas de la escena preferida de cada cual.

Cuando se apagan las luces, en la pantalla que cubre el fondo del escenario se proyecta un vídeo en el que Javier Fesser y el productor Luis Manso (en ese momento, aún no sabemos que después tendremos el grandísimo colofón de contar con ellos en persona) desgranan sus recuerdos sobre un rodaje en el que, por lo que explican, lo que más imperó fue «la osadía de la ignorancia».

LAS PRIMERAS VECES

A fin de cuentas, cuando te embarcas en algo por primera vez (y ‘El milagro de P. Tinto’ era la primera película, o la primera experiencia en uno u otro aspecto, para muchos de los implicados) no sabes qué es lo que no puede hacerse… y por lo tanto, lo haces. ¿O acaso no puedes decirle al especialista que conduce la camioneta de La Zamorana «y ahora, imagina que tus hijos están viéndote» antes de gritar «acción», para asegurarte de que llevará el vetusto vehículo hasta el límite en una curva de manera que la toma sea lo más espectacular posible, aunque eso implique que la camioneta vuelque? Y, por supuesto, la anécdota concluye con el conductor saliendo de la camioneta tumbada con dignidad porque, bueno, su hijo estaría viéndole y tendría que estar orgulloso de su padre.

Tras el vídeo, las luces se apagan y se escuchan el inconfundible violín de Diego Galaz y el no menos inconfundible acordeón de Jorge Arribas surgiendo desde el fondo del patio de butacas. Sonriendo al público mientras avanzan y siguen tocando, fingiendo afectación como dos verdaderos payasos (de nuevo, en el mejorcísimo sentido de la palabra). Vestidos de negro absoluto, como suele hacerse en estos casos de «banda sonora en directo» (una forma de decir: no os fijéis en nosotros, lo que importa es la peli), llegan al escenario, se presentan, se sientan en dos sillas rodeadas de instrumentos colocadas a un lateral de la pantalla y comienza la proyección.

Supongo que ahora mismo debería desdoblarme (para la cual, me vendría de perlas llamar de nuevo a Nolan) y hablar tanto de la peli en sí como del pequeño-pero-gran-aporte que le han aplicado con su reinterpretación musical los Fetén. De la película en sí misma, y voy a tirar de frase hecha, «poco puede decirse que no se haya dicho ya». Fesser desarrolló para su ópera prima un ejercicio terriblemente original, espasmódicamente libre, maravillosamiente divertido, inteligente e ingenioso.

CARTOON AMERICANO

Partiendo de los códigos del cartoon americano del que se ha declarado siempre un admirador absoluto (esos Looney Tunes con los que todos hemos crecido y hemos aprendido que humor, inteligencia, mala leche y ternura pueden ser palabras perfectamente entrelazables). Absorbiendo el espíritu de esos dibus y llevando a la imagen real con la perfección técnica de maestro / amante absoluto del cine sus características más sobresalientes y reconocibles: histrionismo, planos exagerados, movimientos de cámara imposibles, slapstick, surrealismo con una buena dosis de mala baba… sumándole al cóctel el homenaje / parodia (de nuevo, con un conocimiento de los géneros y sus códigos admirable: se parodia bien si se conoce bien) de otro buen puñado de géneros (del terror impresionista en el falso cortometraje inicial al neorrealismo cincuentero en las escenas de la infancia de Joselito).

Javier Fesser supo no quedarse ahí y añadirle unas gotas de idiosincrasia ibérica dignas del que es otro de sus referentes reconocidos: el Ibáñez del Mortadelo que llevaría al cine en su segunda película. A esto se le añade una tercera pata donde se nota la mano del coguionista, su hermano Guillermo (y digo que «se nota la mano» porque el airecillo gomaespumero es evidente a lo largo de todo el metraje).

Un tercer ingrediente que da el sabor definitivo al guiso y que consiste en unas buenas cucharadas de costumbrismo rancio (aquí vendría un párrafo sobre Berlanga o Azcona, pero os lo evito) visto con ironía, o mejor, mordacidad, buscando la carcajada a base de abrazar el tópico (la familia numerosa opusera copando el NODO, el «tren pendular del norte», el apartamento en medio de la nada, pero ojo, «todo exterior» que es lo que importa; las barajas de familias exóticas que nos traían los reyes, lo malo que es todo lo que no es español) con tanta fuerza que acaba exprimido y deconstruido, de manera que cualquiera que haya sido niño o adolescente en el último cuarto del siglo pasado no puede más que reírse recordando que esos sobrecitos del Domund, o el botecito de Wynn’s en las gasolineras. O esos santos en el salpicadero del coche que a nuestros padres les parecían unas cosas tan serias, a nosotros nos resultaban una chorrada sin pies ni cabeza.

MÚSICA A CUATRO MANOS

Y, por supuesto, está la música de Fetén Fetén. Ya lo he dicho al comenzar: Javier Fesser me ha hecho el trabajo. Es una música «pequeña» (a fin de cuentas, sólo son dos personas y como mucho cuatro manos, aunque sean tan virtuosas y experimentadas como las de Galaz y Arribas) pero eso no es un inconveniente. Al contrario, el aire íntimo, popular, optimista, ingenuo que transmiten las melodías pergeñadas por el dúo encajan como un guante en la historia y la atmósfera de la ópera prima fesseriana.

Cualquiera que conozca al dúo burgalés sabe lo que hay, y aunque esto no sea un concierto al uso no se pierden las costumbres habituales: Diego Galaz, como siempre, es capaz de tocar algo así como 318 instrumentos (tanto tradicionales como las acostumbradas excentricidades DIY) y uno juraría que no los va alternando sino que de alguna manera (tal vez combinando el meñique del pie izquierdo con el anular de la mano derecha) consigue tocarlos a la vez y todo suena mucho más de lo que es: violín, serrucho, zanfona… En algún momento parece que se escucha el trino de unos pájaros, pero no, es el violín de Diego Galaz si se presionan las cuerdas a la altura del puente de la forma adecuada.

Jorge Arribas, también como siempre, se centra fundamentalmente en el acordeón, aunque hace excursiones a algún otro instrumento en momentos puntuales cuando la trama lo reclama. Y es un puntazo verle maniobrar con seguridad y eficiencia un theremin (el generador habitual de sonidos marcianos en las pelis de ciencia ficción de mediados del siglo pasado) en la escena en la que aparecen los «expertos de la NASA».

LA MODESTA PEQUEÑEZ

Como decía, la música funciona muy bien porque tanto en forma como en fondo su espíritu encaja con el espíritu petinto. Pero hay un par de momentos en los que su pequeñez se resiente: en las escenas en las que P. Tinto sueña (en formato de musical, con su correspondiente coreografía ampulosa) el futuro del negocio familiar de obleas, o el momento de la «levitación» del padre Marciano, la propia acción y la forma mayestática (una vez más, Fesser lleva el tópico al límite) de rodar estos episodios pedía una música más grandiosa, más llena, algo que los dos fetén son incapaces de proporcionar (por obvias razones cuantitativas: dos músicos frente a una orquesta, por mucho que se multipliquen). Su solución musical en esos momentos, tendiendo a la sobriedad (como si quisieran suplir con seriedad la falta de grandiosidad), es efectiva, pero queda un poquito coja.

Pero que esa nimiedad no desluzca el resultado final: disfrutar en pantalla grande de una película en la que gran parte del público se ríe diez segundos antes de que llegue alguno de los gags punteros (ese inolvidable «full de chinos-negros» jugando al póker con las cartas de familias, esa dolorosa confesión de «hijo mío, tú eres negro»… inciso: un tema aparte sería reflexionar sobre si hoy en día podría producirse y/o si triunfaría una peli con ese humor, si se comprendería que el tópico rancio está ahí para desmontarlo y reírse de él) porque se sabe la película de memoria, sumándole al viaje a los virtuosos Diego Galaz y Jorge Arribas (cada uno de ellos con doce manos, por lo menos) dándole la vuelta como un calcetín a la experiencia con una música completamente nueva que añade nuevos colores a la mezcla, es una experiencia muy pequeña pero que a la vez es muy, muy grande.

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