U2 MADRID 1993

22 de mayo de 1993: U2 en el Vicente Calderón, la noche que creó Mercadeo Pop

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Me he puesto el ‘Achtung baby’ entero antes de escribir esto, cuando U2 en 1993 lo era todo. Se ha detenido el tiempo. Tres veces. Digo que tres veces se ha detenido el tiempo y tres veces me lo he puesto, de manera que supongo que ahora vivo tres horas por detrás del resto. Un frenazo en seco. Como el Metro cuando se detiene por lo que sea y todos nos movemos como muñecos en perfecta sincronía. Exactamente así. Como una coreografía en la que solo faltaría, para mi gusto, un irlandés errante embutido en vinilo negro y con gafas de mosca. Incordiando, se entiende. Nadie le daría ni un pavo. Al contrario, seguramente, en el caso de Madrid, una hostia por flipao.

Pero es que en 1993 Bono era un flipao. Y molaba porque tenía una banda importante, influyente, que marcaba tendencia. U2 era lo puto más en 1993. Su mejor época. Y resulta, queridos niños, que yo pasaba por allí a mis 14 primaveras de manera que, un día cualquiera, comiendo en la cocina en la que este domingo hemos estado con los abuelos charloteando a mis 44, se me ocurrió decir «pues yo quiero ir a U2». En estos tiempos de turbocapitalismo trucado parece imposible, pero nos lo pensamos un poco y decidimos que sí. Bueno, no yo. Lo decidió mi hermano mayor y, sencillamente, me llevó. 3.900 pesetas y un número que, como el de preso de Nelson Mandela, me representa: 15.396.

Ese es el número que aparece en mi entrada y siempre me flipó que fuera para mí. Ese número era yo. El flamante nuevo preso de U2. Radiante como una novia en el día más importante de su vida. Hostias, es que iba a casarme con Bono. Con el Bono del ‘Achtung’. Una cosa importante. Se me ponen los pelillos de los brazos de punta de recordarlo. Quien me conoce lo sabe y abre los ojos todo lo que puede y sube las pupilas hasta donde llega y pone cara de tedio y, acto seguido, me invita a un tercio. O me lo rompe contra la cabeza. Uno nunca sabe y no hay más certeza que la grandilocuencia de un disco que explica la existencia misma de nuestra vida a través de una banda de rock. Qué fuerte aquellos años de U2.

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Pero yo he venido aquí a hablar aún más de mí, en un retrúecano imposible a lo que viene siendo todo lo que os cuento a diario. Pues eso, pero más y viceversa. Recuerdo pocas ilusiones comparables a tener entre mis manos esa entrada de colores. En plan, ¿o sea que vamos? Yo ya andaba quemando en llamas el ‘Achtung Baby’ como si fuera cualquier cosa, como todos aquellos discos irrenunciables de 1991. A ciertas edades cuesta creer que los discos se pueden poner en pie porque los han hecho personas de carne y hueso que viven, crean, cantan y, sobre todo, caminan.

Porque cómo caminaba Bono en el ZOO TV este, macho. El ZOO TV es la gira (en presente siempre, nunca pasado con las cosas que perduran) en la que U2 presenta el ‘Achtung Baby’. A mí, ese Bono me enseñó a caminar con enjundia por la pasarela de impostores que es la vida. También me enseño a tener paciencia, algo tan perdido en estos días y que sabéis todos los que tenemos críos, porque me retrasó el concierto un día. Pero, vamos a ver, es que me quiero morir todavía (y no después), 24 horas más de espera. De mariposa a gusano o de perejil a cilantro, menuda espera eternamente larga, dios santo. Pero llegó el día y nos cogimos el 34.

El 34 es el bus que va desde Cuatro Vientos hasta Cibeles. Como mi abuela tenía una hermana que vivía en Fermín Caballero (cosas del destino), allí cogíamos el 27 y cruzábamos Madrid en solo tres horas Madrid los domingos. Y yo, por la ventanilla, a la ida y a la vuelta contemplaba ese estadio de Marques de Vadillo. Por lo general apagado, pero no pocas veces encendido. Y me fascinaba. Una noche jugaba el Parma de Faustino Asprilla y yo, sin ser especialmente de fútbol, lo sabía. La temporada 97-98 trabajé allí con los amigos del barrio vendiendo pizzas para vosotros y para los Ketama (que siempre estaban y dejaban propinas). Luego lo derribaron y me quitaron una parte de mí pero, bueno, Pedro y Gemma van a vivir sobre sus ruinas porque son atléticos y, supongo, me vale. Algún tipo de revancha inmobiliaria.

Aquella tarde eterna de sábado del 22 de mayo de 1993 llegamos a Marqués de Vadillo. Salimos del Metro por la salida que da a la pradera de San Isidro donde, por cierto, hay un rock bar que te cagas de guay (quedan tan pocos). Y sonaba ‘Streets’. Ese fue el instante preciso. Ya no había vuelta atrás. De tal tamaño la emoción que, ni cuando vimos a U2 en Dublín en 2017 y nos sobrevolaron aviones dibujando la bandera de Irlanda se pudo ni de lejos comparar. Sístole, diástole, tu corazón brinca y está al borde de un ataque de nervios. Si en lugar de 14 tuvieras, no sé, 44, caerías en este preciso instante muerto. Puede que lo esté. Muerto a los 44, una edad de mierda para morir sin glamour ni pedigrí.

Entramos. Lo hicimos. Entramos. No le cortes demasiado la entrada al chaval, que viene emocionado. Donde pone emocionado, que alguien ponga temblando. Mi primer rock de estadio, del que tanto escribiría con los años y haría, a mi manera, de mi capa un sayo al poner en palabras negro sobre blanco. Estamos. Caminamos hasta ponernos al lado del segundo escenario, una excentricidad que creó U2. Eso es así. Pero yo era aún más pequeño de mi 1,72, de manera que no. Ahí no podía ser. Como no había zonas VIPS para gilipollas a los que la música se la pela, deambulamos un poco. Comprendí en ese rato que no se puede deambular mucho en un estadio pensando donde coger sitio porque la gente corre como si le fuera la vida en ello, así que nos pusimos al fondo, todo lo abajo que pudimos.

Me gustó, creo que era apropiado para mi edad. Vimos a todo el estadio aplaudir al unisono como el ‘Rock n roll radio’ de los Ramones. Les amé desde ese instante y, con los años, cuando les comprendí, infinitamente más. Había gente con baneras del ‘War‘, que es la camiseta que llevo puesta hoy: una blanca con la portada. Entonces solo hacía diez años del ‘War’, era algo generacional. Hoy es la prehistoria antes de la prehistoria porque hace cuarenta años. Miraba a mi alrededor y no daba crédito. Me gustaba todo tanto. Ese energía a punto de transformarse en otra totalmente distinta. Esa excitación en llamas en cada alma. 60.000 almas en llamas justo antes de la aluminosis, así que estábamos en pie, sin localidades asignadas aún en grada.

Porque en los noventa nos ponían en los estadios a mogollón, sin zonas VIP. No teníamos móviles. Apenas nadie hacía fotos. Yo, hay que joderse, no tengo ninguna foto de la noche que me cambió la vida y me convirtió en el peligro público para el mercadeo pop que soy. Aquello empezó y me atravesó. Recuerdos concretos, pocos. Sensaciones generales, todas. Nocnes en vela y soliloquios interminables. Sí que puedo acordarme de cosas, como la llamada al Hotel Ritz, que sorprendentemente la entendí entera. Las calles sin nombre no son de este mundo. En el escenario del centro, Larry hizo el redoble de ‘When love comes to town‘ y me llegó casi un segundo después, eso lo recuerdo perfectamente desde el fondo sur desde donde, en un lustro, vendería pizzas y me aprendería el Calderón entero por dentro.

No es tan importante recordar cada canción de un concierto. Es importante estar abierto a que te atreviese. Puedo no recordar, a veces, si tocaron esta u otra canción y tal. Es mi manera de entender el extinto oficio de cronista musical. Y eso lo aprendí en mayo de 1993, muchísimo antes de imaginar que lo que yo pudiera considerar alguien lo querría pagar. La primera vez que vin un estadio lleno de gente fuera de control supe que ese era el tipo de lugar en el que yo tendría algo que contar. Acto seguido se nos fue de las manos con el Zooropa, los bocatas de nocilla de mi padre y todo eso del concierto de Sydney en Canal+ que nos volvió majaretas.

Apenas hace treinta años de una locura que nos hace parecer normales a ojos de una sociedad enferma que ya quisiera ser como nosotros. Hay quien ha peregrinado a la Zoo Station de Berlín y me parece fenomenal, aunque, como siempre, equivoca el tiro. Porque toda la verdad, como siempre, está en las pequeñas cosas que ocurren en los márgenes de la realidad convencional. En este caso, en la línea 5. En Marqués de Vadillo. Y, como siempre digo, Carabanchel, desde donde os escribo con desafío y no poco conocimiento de causa, es incluso mejor que lo más auténtico.

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