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Queen + Adam Lambert (2022) WiZink Center. Madrid

Crónicas

El poder de las canciones sobrevive para siempre a Freddie Mercury

Los fans de Star Trek tienen un nombre para esto: Kobayashi Maru. Es una prueba a la que someten a todos los cadetes de la Flota Estelar que presenta un escenario imposible de ganar. Es, por tanto, un test de carácter ante una situación perdida de antemano. Pues eso es un concierto de Queen en el siglo XXI: un Kobayashi Maru de manual (estelar).

Roger Taylor y Brian May lo intentan. Como el capitán Kirk, que no creía en los escenarios imposibles, quieren vencer reprogramando los parámetros del sistema. Pero poco se puede hacer. Sin el señor Spock, que daba su vida para resolver aquella situación, la tripulación del Enterprise se quedaba coja; y sin Freddie Mercury, un concierto de Queen sabe a derrota desde el principio.

No comercialmente, entiéndase. Treinta mil personas han pagado más de cien euros de media para asistir a uno de los dos conciertos de Queen con Adam Lambert en el WiZink Center. Un recinto que, por cierto, la banda inauguró el 1 de abril de 2005, cuando aún se llamaba Palacio de Deportes de la Comunidad de Madrid y cuando los británicos giraban con Paul Rodgers.

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Las colas de los puestos de “merchandising” en el exterior del pabellón eran ayer por la tarde incluso más largas que las de acceso al recinto. La diversidad de idiomas que se escuchaba en el anillo interior sugería que muchos fans venían de otros países expresamente para los conciertos. Así que la marca Queen goza en 2022 de una fortaleza envidiable y eso ya es razón suficiente para seguir en la carretera.

El ambiente era familiar, y la expectación, evidente. Con la grada extensible de la calle Goya replegada, la pista era un mar infinito de personas que silbaban impacientes y palmeaban al ritmo de un atmosférico hilo musical. Algunos pedazos furtivos de confeti planeaban por el aire del palacio, delatando la intención de cubrirnos de ellos en el clímax del espectáculo.

Cinco minutos después de las nueve y media se iluminaron las pantallas y comenzó el “show”. La agresión estética era parecida a la de una película de Baz Luhrmann, quien se acaba de desquitar con “Elvis” pero quizá debió ser el director elegido para rodar “Bohemian Rhapsody”. La escenografía, la luminotecnia y los visuales luchaban cada uno de ellos por acaparar tu atención, gritándote “¡MÍRAME!” en plena cara si fuera necesario. El atronador volumen de la música te aturdía aún más mientras tus pupilas se dilataban.

LA MELENA RIZADA DE BRIAN MAY

Ubicados en palcos en los laterales, una treintena de espectadores VIP habían pagado lo indecible por contemplar el concierto desde el mismo escenario. Seguramente no tardó en sobrevenirles la revelación de que iban a ver a los músicos de espaldas durante dos horas y de que el sonido no iba a ser precisamente idóneo donde ellos estaban. Parecían muñecos de feria esperando a que alguien los disparara con su escopeta de balines. Músicos y promotores tienen que entender que el que más poder adquisitivo tiene no es necesariamente el mayor fan, y que va en detrimento de su espectáculo exhibir ahí arriba a esos espectadores como si fueran ajusticiados en la plaza del pueblo.​

Sin el mostacho de Mercury presente, lo siguiente en la lista de iconos y fetiches de Queen era la melena rizada de May, así que la gente rugió al otear su acaracolada silueta y el guitarrista lo agradeció con su sonrisa afable. Taylor también recibió su parte de amor, parapetado tras su batería, y el resto de músicos quedaron algo ensombrecidos por una disposición escénica asimétrica que posiblemente no fuera casual. Nada en el espectáculo lo era.

ADAM LAMBERT

Párrafo aparte para Adam Lambert, porque lo merece. ¿Cómo describirlo? Digamos que tiene el aspecto de un concursante de algún concurso “gipsy” de Cuatro que estuviera haciendo “cosplaying” de Tino Casal, disfrazado este a su vez del doctor Frank-N-Furter de “The Rocky Horror Picture Show”. Más el toque de distinción de una levita con lentejuelas y una chistera. Una vez que lo has visto no puedes borrar la imagen de tu mente.

Lambert lleva una década colaborando con Queen, así que está cómodo en un escenario que ya siente como suyo. Quizá demasiado: a sus cuarenta años debería aportar la energía de la juventud que el resto de la banda ya no tiene, y Lambert deambula sin prisa por las pasarelas, sube y baja escaleras, se recuesta indolente sobre una moto chillona durante “Bicycle race”… Pero no hace nada sobre las tablas que no pueda hacer alguien que le duplique la edad.

Quizá Lambert sobrecompensa intentando no imitar en nada a Freddie Mercury. Ni su forma de cantar ni su presencia escénica evocan a las del astro desaparecido, y eso está bien. Pero las canciones de Queen están compuestas para ser interpretadas con frenesí, con locura, y Lambert no trae nada de eso al concierto.

La comparación resultará especialmente dolorosa en el bis, cuando la imagen de un Mercury pavoneándose en las pantallas y manejando al público a su antojo da paso a Lambert sin solución de continuidad. Ahí es cuando la comparación que hemos evitado toda la noche, por nuestro propio bien, resulta odiosa. Adam Lambert se arroja sin paracaídas, sí, pero al final resulta que es humano y que no es capaz de volar.

CATARSIS COLECTIVA

Quizá crea el lector por todo lo anterior que el concierto fue un patinazo. No lo fue. A Queen le quedan dos balas en la recámara: su repertorio y su público. La primera catarsis colectiva llegó al cabo de quince minutos, con “Somebody to love”. ¿Cómo ser cínico cuando ves a quince mil personas cantando con tal entusiasmo, de corazón? A partir de ahí, los himnos fueron cayendo en cascada: “Don’t stop me now”, “Another one bites the dust”, “I want it all”, “Crazy little thing called love”, “Under pressure”, “I want to break free”… El catálogo de Queen parece infinito.

Brian May tuvo sus momentos de protagonismo. Bien por la música (su delicada interpretación acústica de “Love of my life”), bien por el espectáculo (las llamas brotando del mástil de su guitarra en “A kind of magic”), bien por una combinación de ambos. El etéreo solo de guitarra que se marcó en las alturas del pabellón, rodeado de cuerpos celestes y subido a una roca espacial. Era de justicia que el astrofísico protagonizara el momento más marciano de la noche.

CLÍMAX FINAL

Lambert le dio sentimiento a las primeras estrofas de “Who wants to live forever” (o quizá quisimos ver ahí esa emoción los que fuimos al cine a ver “Los inmortales” cuando éramos niños), pero “The show must go on” pareció desprovista de su innato aliento trágico. El clímax del concierto llegó con “Bohemian Rhapsody”, la canción más improbable del mundo para convertirse en un “hit”, pero ahí estaba. El público se desgañitó cantándola sin saltarse ni una nota, disfrutando cada cambio de tono. Era más estimulante mirar a las gradas que al escenario.

El WiZink Center al completo ardía de entusiasmo cuando los músicos volvieron para interpretar “We will rock you” y “We are the champions” en el único bis. Justo hace un año, muchos de los presentes acudíamos al mismo recinto para vacunarnos, preguntándonos si alguna vez volveríamos a vivir noches como la de ayer. Resultó que sí, que había un futuro. May y Taylor y los músicos que les acompañan (incluido Lambert) hicieron ayer felices a los fanáticos de Queen. Y hemos aprendido que esa felicidad no es algo que debamos dar siempre por sentado.

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Sin el mostacho de Mercury presente, lo siguiente en la lista de iconos y fetiches de Queen era la melena rizada de May, así que la gente rugió al otear su acaracolada silueta y el guitarrista lo agradeció con su sonrisa afable. Taylor también recibió su parte de amor, parapetado tras su batería, y el resto de músicos quedaron algo ensombrecidos por una disposición escénica asimétrica que posiblemente no fuera casual. Nada en el espectáculo lo era. Párrafo aparte para Adam Lambert, porque lo merece. ¿Cómo describirlo? Digamos que tiene el aspecto de un concursante de algún concurso “gipsy” de Cuatro que estuviera haciendo “cosplaying” de Tino Casal, disfrazado este a su vez del doctor Frank-N-Furter de “The Rocky Horror Picture Show”. Más el toque de distinción de una levita con lentejuelas y una chistera. Una vez que lo has visto no puedes borrar la imagen de tu mente. Lambert lleva una década colaborando con Queen, así que está cómodo en un escenario que ya siente como suyo. Quizá demasiado: a sus cuarenta años debería aportar la energía de la juventud que el resto de la banda ya no tiene, y Lambert deambula sin prisa por las pasarelas, sube y baja escaleras, se recuesta indolente sobre una moto chillona durante “Bicycle race”… pero no hace nada sobre las tablas que no pueda hacer alguien que le duplique la edad. Quizá Lambert sobrecompensa intentando no imitar en nada a Freddie Mercury. Ni su forma de cantar ni su presencia escénica evocan a las del astro desaparecido, y eso está bien. Pero las canciones de Queen están compuestas para ser interpretadas con frenesí, con locura, y Lambert no trae nada de eso al concierto. La comparación resultará especialmente dolorosa en el bis, cuando la imagen de un Mercury pavoneándose en las pantallas y manejando al público a su antojo da paso a Lambert sin solución de continuidad. Ahí es cuando la comparación que hemos evitado toda la noche, por nuestro propio bien, resulta odiosa. Adam Lambert se arroja sin paracaídas, sí, pero al final resulta que es humano y que no es capaz de volar. Quizá crea el lector por todo lo anterior que el concierto fue un patinazo. No lo fue. A Queen le quedan dos balas en la recámara: su repertorio y su público. La primera catarsis colectiva llegó al cabo de quince minutos, con “Somebody to love”. ¿Cómo ser cínico cuando ves a quince mil personas cantando con tal entusiasmo, de corazón? A partir de ahí, los himnos fueron cayendo en cascada: “Don’t stop me now”, “Another one bites the dust”, “I want it all”, “Crazy little thing called love”, “Under pressure”, “I want to break free”… El catálogo de Queen parece infinito. Brian May tuvo sus momentos de protagonismo, bien por la música (su delicada interpretación acústica de “Love of my life”), bien por el espectáculo (las llamas brotando del mástil de su guitarra en “A kind of magic”), bien por una combinación de ambos: el etéreo solo de guitarra que se marcó en las alturas del pabellón, rodeado de cuerpos celestes y subido a una roca espacial. Era de justicia que el astrofísico protagonizara el momento más marciano de la noche.​Lambert le dio sentimiento a las primeras estrofas de “Who wants to live forever” (o quizá quisimos ver ahí esa emoción los que fuimos al cine a ver “Los inmortales” cuando éramos niños), pero “The show must go on” pareció desprovista de su innato aliento trágico. El clímax del concierto llegó con “Bohemian Rhapsody”, la canción más improbable del mundo para convertirse en un “hit”, pero ahí estaba. El público se desgañitó cantándola sin saltarse ni una nota, disfrutando cada cambio de tono. Era más estimulante mirar a las gradas que al escenario. El WiZink Center al completo ardía de entusiasmo cuando los músicos volvieron para interpretar “We will rock you” y “We are the champions” en el único bis. Justo hace un año, muchos de los presentes acudíamos al mismo recinto para vacunarnos, preguntándonos si alguna vez volveríamos a vivir noches como la de ayer. Resultó que sí, que había un futuro. May y Taylor y los músicos que les acompañan (incluido Lambert) hicieron ayer felices a los fanáticos de Queen, y hemos aprendido que esa felicidad no es algo que debamos dar siempre por sentado.

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