u2 1993

Sentirse viejo con U2

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Yo ayer tenía no sé, 16 años. Mi padre, trabajador de la OTIS, me hacía bocatas de Nocilla con mermelada de fresa cuando regresaba a casa de salvar vidas en ascensores, como siempre digo. Mi padre, que tiene casi 92 años, es un superhéroe por dos motivos. Porque rescataba a gente de ascensores atrapados y porque después, cuando se quitaba la ropa de mecánico, me hacía cada tarde la merienda mientras yo veía una y otra vez el concierto de U2 en Sydney. Y es jodidamente literal.

El ZOO TV Tour que, a su vez, había presenciado en mayo de 1993 en el Vicente Calderón de Madrid. Desconozco qué tipo de relación entrablas entre la música que escuchas, el padre que te hace los bocatas y yo que escribo esto en 2023. Desconozco lo que debo sentir. Siento, no sé, gratitud eterna a su sonrisa sincera ahora que apenas conoce a nadie. Sí que nos conoce. Y yo debo ser, de alguna manera, el de los bocatas de nocilla y mermelada de fresa. Él es Juan Gallardo y yo debo ser, por eliminación, David Gallardo.

Tengo 44 años. Ni me gusta la nocilla y, mucho menos, la mermelada de fresa. Pero me gusta mucho la voz de Bono. El de U2. Me gusta mucho más que U2. Su voz. Lo puedo decir todas las veces que hagan falta, será mi última voluntad cuando estalle la siguiente guerra civil de los cojones: escuchar a Bono. Mi padre no se acuerda, a mi padre se la suda, él solo quería hacerme bocatas de nocilla. Y yo me los comía. Era 1994 y quien demonios podría imaginar que todo iba a dejar de molar así. Nadie.

Para vosotros, soy el chapas de U2. Lo soy. Para mí, U2, es la chapa de nuestras vidas. Las de toda la gente que he conocido y con la que hablo cada día. Un tipo de amistad no pronosticado, que tiene sus cosas buenas y malas, pero que perdura mientras el cantante cante. En nuestras cabezas. Porque hace tiempo que, bueno. Lo de Madrid fue. Qué bien canta Bono a los 62. Eso no lo esperábamos. Yo tampoco esperaba llegar a escribir esto, porque no había un plan. Pero he visto a U2 tantas veces desde entonces.
Tantas como para ser perfectamente consciente de que ya no existe U2.

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Y tantas como para que no me importe. No me importa. Me da igual. Estar en paz con algo. Estoy en paz con esto. Siempre va ser fuente de inspiración, siempre lo ha sido. En cada paso que doy está, impepinablemente, U2. No comprenderéis jamás el nivel de profundidad y tampoco lo necesita nadie. Pero si voy al baño pienso que 40 son segundos suficientes para lo que sea que hagas ahí dentro. Forty.

Pero ahora resulta que U2 son viejos. Todas las veces que calculé mi edad con la de Bono me pasa por encima. Porque ahora sí, ahora está ocurriendo. Tenemos el único jodido problema que nadie jamás va a solucionar porque nadie puede. La edad. Envejecer. Cascarla. Es entonces cuando toda la épica de las canciones que nos enseñaron a vivir, de repente, nos susurran inesperadamente que ya no son ellas, que ya no somos nosotros. Es entonces cuando, tragedia, estamos atrapados en creaciones de hace treinta años.

De alguna manera, asumes que vas a morir a través de las canciones que te enseñaron a vivir. Lo único que le pides a la vida es no ver a esas canciones, a su vez, fallecer. La puta bomba atómica puede arrasar medio Japón, pero sé que Carabanchel no le importa tanto a nadie. Así que, a mi manera, mientras escucho ‘Sons of Surrender», personalmente, me niego a morir in the name of U2.

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