Bryan Adams (2019) WiZink Center. Madrid

Crónicas
BRYAN ADAMS EN MADRID. FOTO: ÓSCAR LAFOX / WIZINK CENTER

Bryan Adams en Madrid: Aquel verano de diciembre

Por supuesto que el ser humano puede viajar en el tiempo. No hace falta que Stanley Kubrick se invente un plató como si fuéramos a pisar la luna, es algo que acontece cada noche de rocanrol en directo. Y aunque estemos en mitad de una multitud, cada periplo espacio-temporal es intransferible y personal, inimitable. Impagable. Pero estoy seguro de que en la noche de este lunes, todos los casi 15.000 que llenábamos el WiZink Center coincidimos en un año y un verano muy concreto: El de 1969.

El verano del amor, ¿no? Bueno, de eso va la ‘Summer of 69’, más o menos: de sexo oral. Precisamente por eso coincidimos allí salvando la diferencia de edad. Porque un buen pilón es atemporal como el rocanrol de Bryan Adams, para todos los públicos a pesar de esta pequeña travesura de su gran himno. Porque el tipo es así, elegantón, limpio, sonriente, bien peinado y de fiar. Pero también un poco pillo, como debe ser, y por eso desde luego conoce todos los secretos que hay detrás de esa imagen y todas las claves que hicieron del rocanrol rocanrol.

Y aunque tenga fama de gran baladista, hay que ver lo que le gusta un buen guitarrazo en el occipital. Sobre esa dualidad ha levantado su carrera durante los últimos cuarenta años y con esa misma premisa montó el repertorio que convirtió al Palacio de los Deportes en el epicentro de una buena fiesta de lunes. Tocando un poquito de su más reciente álbum, ‘Shine a light’, y luego rescatando viejos éxitos de los ochenta y los noventa, aderezados con alguna otra ya del siglo XXI. La verdad es que pedazo de catálogo tiene el notas, ¿que no?

Y empieza reivindicando su presente con ‘The last night on Earth’, corte de su reciente y decimocuarto álbum, para pasar luego directamente a la acción directa encadenando ‘Can’t stop this thing we started’ y ‘Run to you’ con un sonido rotundamente rockero y las guitarras de su fiel escudero Keith Scott atronando para goce generalizado.

«Me llamo Bryan y soy su cantante esta noche», dice el canadiense de voz rasgada y aún pletórica, empecinado en montar la fiesta que nunca se espera de un lunes. Pero esta vez es la excepción y sí hay jarana. Para conseguirlo va cogiendo de aquí y de allá, de ahora y de ayer, que si ‘Shine a light’, que si el baladón ‘Heaven’, que si ‘Go down rockin’ y que si ‘It’s only love’ -y no, no estaba Tina Turner, aunque amagó el músico con la broma-.

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Se pregunta el maestro de ceremonias si alguien tiene que madrugar a la mañana siguiente y se responde a sí mismo: «Who cares?» Y sigue desgranando su repertorio con un sonido a la altura de las circunstancias y una considerable pegada, sacando al público más bailón en la gran pantalla del escenario al ritmo de ‘You belong to me’.

Velocidad de crucero para luego pasar a la parte acústica del recital con ‘Have you ever really loved a woman?’, ‘Here I am’, la galopante y contagiosa ‘When you’re gone’, el momento mechero a la vieja usanza con ‘(Everything I do) I do it for you’ y la remontada del pulso con ‘Back to you’.

Se acabó el relativo descanso, vuelve la sexta marcha: ‘The only thing that looks good on me is you’, ‘Cuts like a knife’ y ’18 till I die’ consiguen ese sentimiento de que, efectivamente, ya todo da igual porque siempre cabe la posibilidad de que el mañana nunca llegue, por lo que hay que exprimir la noche. Ya pesarán los párpados al amanecer, pero ahora hay quien casi diríase que levita.

Keith Scott se luce incesantemente y hace el molinillo con la guitarra. La noche fluye con la pegada del batería Mickey Curry -con Bryan desde 1983, como Keith-, el pulso del bajista Solomon Walker y el trote de los teclados de Gary Breit. Se lo pasan bien y así se lo transmiten a un gentío que se viene aún más arriba justo por eso.


En un ambiente de buscado desenfreno, habla el canadiense con el público, canta cumpleaños feliz a un fan, deja que otro suba a tocar la guitarra e improvisa canciones que ve en los carteles de la concurrencia -algunas las iba a cantar de todas formas, otro truco de trilero pillo- para acometer ‘House arrest’ o ‘There will never be another tonight’.

‘Summer of 69’ cierra con alegría y alboroto la parte principal del concierto, pero aún queda un bis generoso que incluye ‘Somebody’ y las versiones de ‘Whiskey on the jar’ y ‘I faught the law’ -tema de The Crickets popularizado por The Clash-. Y desde ahí arriba decide entonces aterrizar un poquito Bryan Adams y sacar su lado romanticón para terminar acunando al personal.

‘Straight from the heart’, ‘When you love someone’ y el final épico con todo el pabellón cantando todos a una ‘All for love’ con los teléfonos en alto. Se crea ese océano de luces en la noche, se echan los brazos por los hombros de quien sea que esté al lado y básicamente se es libre y feliz como solo se es en un concierto de rock n’ roll.

Porque el rock n’ roll es la exaltación de la libertad individual y de la eterna juventud. Seguramente sea, de hecho, lo único capaz de echar el freno de mano al asfixiante paso del tiempo. El único respiro. El rock n’ roll es el fulgor que huele a verano en un fría noche de diciembre y de lunes como colofón a un largo puente en la ciudad. ¿Qué es rock n’ roll me preguntas? Rock n’ roll eres tú y vienes de Canadá.

Porque todo eso fue Bryan Adams en la noche de este lunes en el WiZink Center de Madrid. Y es que acaba de cumplir sesenta años, pero hay algo eternamente juvenil en Bryan Guy Adams (Kingston, Ontario, Canadá, 1959). Será su aspecto pulcro, su sonrisa de fiar y de buen pagador, su conexión con el público o, por encima y casi seguro, su repertorio apabullante de canciones levantado a lo largo de los últimos cuarenta años. Que será lo que sea, pero el caso es que fue y es.

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